López, el portero

Antes de ahondar en el tema esencial de esta narración, quiero presentarme, me llaman Fernández, a lo largo de mi vida he conocido a muchas personas, de las cuales la vida de López no cabría en una enciclopedia de varios tomos,  todavía recuerdo su piel paliducha, ojos brillantes, nariz aguileña y boca pequeña. Su insulso rostro y su cuerpo musculado levantaban una muralla de esas que uno no sabe si esa persona es feliz o desgraciada. Dado lo poco que transmitía y las buenas referencias que tenía como portero, mi jefe no dudó en contratarlo sin contar con la opinión del entrenador. No cabía duda alguna, iba a ser ese ansiado portero, la esperanza para un equipo que más que una portería tenía un colador. López estaba asqueado de la primera división, nunca explicó el porqué, pero prefirió cobrar mucho menos y jugar en la liga regional que la fama y el dinero.
En un principio empezó con muy buen pie. En cuanto acababan los entrenamientos, venía un chaval del equipo de fútbol del instituto  del pueblo, que chutaba a  portería y si lograba meterle diez goles, López le pagaba una entrada para ver un partido de primera división.  Se corrió la voz y pronto vinieron más  jugadores de los equipos de los colegios del pueblo y de los alrededores, yo tomaba nota de sus nombres en una libreta.
Por aquel entonces era recepcionista, todo el equipo me respetaba, al fin y al cabo era una más.
Una tarde López me preguntó —Fernández ¿Sabes llevar una agenda? Solo has de escribir el nombre de los chicos que vayan llegando por orden,  la libreta es un engorro—. Contesté por inercia —Si, claro— acto seguido me dio una agenda de tapas sencillas, comprada en los chinos del pueblo. Esto me ahorró trabajo y ya no volví a salir tarde. Nunca se lo agradecí.
La primera temporada de López fue un éxito, la portería dejó de ser un colador, aunque falló en los dos partidos decisivos para el ascenso de categoría, no importó. En aquel portero de primera división se habían depositado nuestros sueños. Con alegría y dando por hecho que los logros se cumplirían, el campo se llenó, aumentó el número de socios y el equipo era adorado por los aficionados.
Empecé a sospechar que algo iba mal  en el momento que lo vi leyendo Moby Dick, quise pensar que el espíritu luchador de Ahab lo ayudaría a superar la presión en los partidos más decisivos, pero no fue así. La segunda temporada fue un desastre, en cada partido estaba más disperso y no tardaron en sustituirlo. Un día me preguntaron —Fernández ¿has notado algo raro en López?— me angustié, no supe qué contestar y mentí —Ni idea—dije.
Del banquillo,  López pasó a quedarse en los vestuarios, allí leía y no paraba de leer, yo escuchaba el sonido de las páginas, dejó de comer y apenas su respiración era audible. Tiré la agenda, ya no venían los chicos después de los entrenamientos, a excepción del hijo de la bibliotecaria, él era el encargado de llevarle los libros que semana tras semana enumeraba en una lista.  
Un día de otoño salí más pronto de la oficina, cerré con llave y fui para la biblioteca, pregunté por Moby Dick en el mostrador, la bibliotecaria me confesó que desde hacía unos meses López pedía libros de autores tan extraños como Horacio, Virgilio, Dante, Conrad, Dumas o Poe  —Fíjate,  lee hasta a Góngora, Lope de Vega y Cervantes. Se le ha despertado el hábito lector—  La lista que me mostró era inacabable, al parecer la buena mujer había decidido llevar un registro de todos los títulos leídos por López, en cambio yo solo pensaba en mi trabajo, ahora  el club debía tragarse el contrato firmado con su portero, no había dinero para pagar la cláusula de rescisión y se había corrido la voz de que López estaba acabado, o sea que ni regalado lo querían en otros equipos, esto nos repercutía, iban a recortar sueldos y a prescindir de personal.
La bibliotecaria me cogió del brazo, quiso cerciorarse de que la escucharía  y me dijo en voz baja  —En cada libro deja una nota con sugerencias al autor, es un amor ¿no crees?— enmudecí, por suerte aquel ejemplar de Moby Dick no llevaba ninguna nota.
Al día siguiente llegué al trabajo como de costumbre, en la entrada, un grupo de gente discutía, entre el griterío pude escuchar a mi jefe — ¡Está loco! —, la policía trataba de sacar a alguien por la fuerza, era López. Por lo que me contaron,  desde hacía semanas que vivía en los vestuarios, su delgadez le permitía esconderse en una taquilla. Me fijé por primera vez en su mano izquierda, se había quedado agarrotada de tanto sujetar libros a todas horas, los ojos rojos y con pupilas dilatadas, le daban un aspecto onírico, no hablaba, no reaccionaba. La policía no le pudo quitar el libro atrapado en su mano, era un ejemplar de Bartleby, el escribiente  —Otra vez Melville— pensé.
Por lo que me explicó el hijo de la bibliotecaria años más tarde, López acabó sus días en prisión. Nadie sabe qué delito o delitos cometió,  pero sus compañeros de celda se apiadaron de sus excentricidades y todos le llevaban libros, no paraba de leer,  hasta que un día se durmió para siempre. 
Hace poco que regresé al pueblo y fui a la biblioteca, me paré ante  un ejemplar de Bartleby,  el escribiente y al abrirlo:
“Querido Melville,
No es Bartleby, el escribiente,  es López, el portero,  con mensajes de otras vidas hacia los pasos de otras muertes.
Fdo.:  López,  el portero”


Autora: Mª Carmen Martínez Galindo
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