OJOS

Tus ojos coños afilan la espada.
Tu mirada vaginal dibuja tu esperma ansioso.
Tus caricias fálicas, mentiras abyectas y violentas.
Mi mundo, invisible.
Mi mirada ausente.
Coño hablas,
coño ves,
coño tocas,
coño degustas,
coño hueles.
Tu soledad fálica,
tu sudor animal,
paladea en sombras lo que falta.
Esperas encontrarme ¿en sólo coño?
Quizás, mientras ausencia.
Ausencia dibujada,
ausencia aburrida,
ausencia sentida,
¿aún me buscas?
Tus ojos coños dibujan tu esperma ansioso.
Ruge, ausencia, ruge.
Tus ojos coños siguen buscando.
Ruge, ausencia, ruge.
Ojos coños ante mi, llenos de sangre.
Ojos coños dominadores.
Ojos coños, esperma que amputó mi cuerpo.
Sólo mi ausencia ruge, ¿ves mis ojos coños?

BERTA II

Por cosas del destino, el hombre peculiar entró, al no ver ninguna mesa libre, rezumando seguridad, se acercó hacia mí preguntándome si podía sentarse en mi mesa. Debí pagar con mi cara de póquer. Me quedé a cuadros. Me explicó que disponía de poco tiempo para comer. Sin saber reaccionar conscientemente, mi mano, en un ademán nervioso y sin obedecerme, señaló la silla.

No salía de mi asombro, clavada en la silla, mirándole fijamente. Aquel hombre carente de vergüenza, sentado, compartiendo mi mesa. Sólo faltaba compartir la comida, el plato, el vaso y los cubiertos.

Petrificada, le observaba. Escrupulosamente iba comiendo con buenas maneras. Sin pestañear iba mirándolo fijamente y pensaba en la irrealidad del momento, sólo me hubiera faltado que comiera como los puercos.

Al terminar, aquel individuo me agradeció el gesto con una sonrisa. Se acercó lentamente hacia mí dándome un dulce beso en la mejilla. Yo continuaba clavada en la silla, colorada como un tomate, sin saber, ni poder reaccionar. Mi cuerpo estaba momificado, rígido. En mi mente brotaban todo tipo de preguntas ¿quién era? ¿qué debía decir? ¿qué debía hacer? ¿le gustaba?, yo me perdía ante un universo desconocido, en el cual tiempo y espacio eran inexistentes.

El hombre se rió al ver la cara que tenía, fue educado, yo en su lugar me hubiera reído a carcajadas. Antes de irse le susurró algo al camarero, éste complacido me miró sonriendo. ¿Qué coño estaba pasando?.

Yo seguía mirando con cara de imbécil, ni tan siquiera sabía como se llamaba. En definitivas cuentas daba igual. Los hechos hablaban por sí solos.

En un acto reflejo miré la hora, mi cabeza parecía un tiovivo de pensamientos y preguntas. Mi mente no estaba preparada para esa situación que se me antojaba del todo absurda. Mis niveles de conciencia eran prácticamente nulos y mi adrenalina invadía la totalidad de mi cuerpo. Comí, en ese momento aquel acto tomaba los tintes de una realidad aplastante pero, no pude evitar mirar con cierta repugnancia lo que había en mi plato.

Al pedir la cuenta, el camarero amablemente, me dijo que ya estaba pagada. ¡Lo que faltaba!. La guinda del pastel, el colmo de los colmos. Necesitaba salir y respirar. Ya en la puerta empecé a inhalar y exhalar aire, como si realmente fuera una cuestión de vida o muerte.

En mi vida lineal todos los días en todo lo que hacía eran iguales. Aquel acontecimiento me alteró de tal manera que, mi cabeza parecía una olla expres a punto de explotar. Metí la mano en el bolso, buscando el paquete de cigarrillos, necesitaba fumar.

Entre mis pasos acelerados y las bocanadas de humo llegué al trabajo, fue inútil, estaba ausente, volaba al compás de mis pensamientos. A media tarde estallé, llorando como una bestia, qué patética estaba. Mi jefe al ver aquel espectáculo, sintió lástima de mí, así que me dio una copa de coñac para animarme y me facturó en un taxi dirección a mi casa, no soportaba ver a una mujer llorar.

Ya en el taxi, bajé la ventanilla, el aire iba aligerando mis inquietudes. Las secuencias de la comida se iban sucediendo, el rostro de aquel hombre lleno de paz, sus ojos pardos con un aire felino, su pelo abundante y desordenado acentuaban su belleza salvaje, emanando sensualidad por los cuatro costados. ¿Tan ávida de sexo estaba que hasta una lombriz me hubiera parecido erótica?

No estaba en situación de discernir cuales fueron mis sensaciones, así que trataba de guardar todos los detalles en mi atolondrada cabeza hueca. Suspirar me alejaba de mi exagerada imaginación. Sentía vergüenza ¿qué pretendía aquel tipo con la historia de la comida?

Nada más llegar a casa, llamé a mis padres. Todos los días les telefoneaba, de este modo les evitaba preocuparse por mí. Al rato me tomé medio somnífero, cansada y abatida, me acosté.

Antes de caer dormida, me alegré de estar en casa, nunca me habían arrebatado de mi vida cotidiana. –Hogar, dulce hogar- grité. Estaba contenta por gozar de mi casa. Mi realidad.

Me fue bien tomar aquel somnífero, me levanté fresca como una rosa. Ya en el trabajo, como era costumbre, mi jefe no estaba. Llamó pronto, supongo que el muy lerdo quería saber si había ido a trabajar o no. Debí inspirarle mucha lástima el día anterior, ya que él era el más sorprendido de los dos. Me comentó que podía haberme quedado en casa, descansando. Yo con mi buen hacer, le contesté que si no me encontraba bien en el transcurso de la mañana, cogería la tarde libre.

Nuevamente el destino. La mañana fue tranquila, pude dejarlo todo listo y sin dudarlo, por la tarde libré. Era ya la hora de comer. Disparada, corrí en dirección al restaurante, me ahogaba, sin duda el tabaco hacía estragos en mis pulmones. Antes de entrar traté de tranquilizarme. Ordené como pude mis pensamientos y preguntas que quería hacerle a aquel individuo. Recorrí el restaurante de arriba abajo y no estaba, qué cara debí poner para que los camareros me miraran fijamente.

Aquellos ignorantes me importaban un pimiento, así que me acomodé en una de las mesas libres, dispuesta a esperar el tiempo que hiciera falta.

Transcurrieron más de cuatro horas. Estaba al borde de la desesperación y muy malhumorada. En ese momento llegó la bomba, al pedir la cuenta, el camarero, muy amablemente, me dijo que ya estaba pagado.

Aquel capullo sabía que iba a volver, sin más, le pregunté al camarero cuántas comidas había dejado pagadas, me contestó amablemente -no puedo decírselo- en tono inquisitorio dije -¿ah, pero es que todavía hay más?- respondió –si, pero no puedo decirle cuantas exactamente- No podía salir de mi asombro, aquel lerdo se lo tenía creído, había jugado conmigo y eso no iba a perdonárselo.

No sólo perdí la tarde esperándole, sino que me sentí totalmente humillada. Estaba absolutamente deprimida. ¿Quién le daba derecho a suponer que yo iba a estar allí? me preguntaba. Aquel pensamiento era de tal intensidad que, sin poder impedirlo, me devolvió la soledad de mi existencia. Me hizo sentir mezquina, tan vulgar, un desconocido había previsto mi reacción. No era especial ni tan siquiera para un desconocido. Me horroricé ¿tan transparente era que la mayoría de personas me veían venir? ¿llevaba un lirio en la mano?
-es un hijo de puta- dije.

Los días iban transcurriendo, y yo me aferré a mi orgullo tan peculiar. Desde aquel martes no volví a pisar el restaurante, ya me habían ultrajado dos veces, ¿cómo podía permitirme una tercera?.

Por aquellos días, el trabajo era testimonio de la más cruda de las realidades. Esta vez el psicópata de mi jefe me tomaba el pelo sin remilgos. Mi precariedad laboral ya era acuciante, por enésima vez me negó el aumento de sueldo. Yo no tenía nombre ni padrino, así que seguía viéndome condenada a largas jornadas laborables, regalando horas con el cuento de la flexibilidad laboral.

Mi mente e decía –Berta ¿pareces tonta o es que realmente lo eres?- eso me ponía nerviosa y a la vez aumentaba la sensación de desperdiciar mi vida y carecer de valía.

El tiempo desdibujaba lentamente aquel hombre, que mis sueños presentaba como hombre capaz de hacerme el amor con pasión salvaje y durante horas fornicábamos sin descanso. Despertándome con las bragas húmedas. El tiempo como gran depredador se engulló mis sueños. Nada fue igual y todo seguía como siempre.

Por navidades mi frustración era todavía más punzante y profunda. Celebraciones en familia, fechas en las que se agolpan los recuerdos de esperanzas inexistentes. Tatuándose las ausencias de aquellos sueños malogrados y de seres queridos. Las navidades nos elevan la conciencia de la profesionalidad de la muerte, arrebatándonos aquello que amamos. La tristeza caminaba sin vergüenza por mi mente y la soledad corría por los surcos de mi piel.

Además el balance de aquel año iba a ser nefasto o pero aún me sentí sucia, tenía la certeza que cualquier hombre, podía ultrajarme y humillarme.

Para colmo personas sin creencias religiosas celebraban aquellas fechas con mucho boato y yo detesto profundamente la hipocresía. El panorama era descorazonador, por navidades la mayoría disfrazamos nuestros verdaderos sentimientos. Me sentía patética ante todo aquello, al fin y al cabo con amor un hijo de puta a mi entender sigue siendo un hijo de puta.

A medida que pasaban los días el vacío era evidente en multitud de detalles. Todos esos pensamientos, apabullando mi cerebro, no abrigaban esperanza alguna, a veces eran tan insoportables que, en compañía de mi soledad, las lágrimas brotaban, regando mis mejillas sin parar durante horas. Mis ojos rojos, eran el único testimonio, mi secreto. Era carcelera de mi propia prisión. Me ahogaba de tal manera que sólo los largos paseos calmaban mis inquietudes.

En uno de mis paseos cerca del mar, el intenso viento resonaba en mis oídos, meciéndome como un bebe adulto. Mirando las olas golpeando en la orilla, era una sinfonía, repleta de sonidos. Estos momentos me regalaban una brizna de libertad, elevando mi espíritu. Mis emociones me hacían soñar, huir del mundo real.

No sé cuanto tiempo transcurrió, al girarme vi a lo lejos una silueta familiar. Era aquel capullo, el del restaurante. Infinidad de veces me había preguntado cuántas comidas debió dejar pagadas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, todos mis músculos parecían poseídos, no respondían. Traté de calmarme. Las sensaciones vivificantes de aquel paseo se esfumaron, vaya cabrón.

Me di la vuelta, no estaba dispuesta a desperdiciar ese momento, ¡mi momento!, recordando cuanto me había humillado aquel tipo. Para elevar mis ánimos, me descalcé, al posar los pies en el agua, me entregué a mi propio paraíso, mentalmente con una sensación de alivio iba regresando a mis fantasías. Me quité el abrigo, dispuesta a disfrutar de la sensación total de frío sobre todo mi cuerpo. Empecé a titiritar, mis dientes castañeaban. De pronto, sentí una mano sobre mi hombro, me asusté, al girar, la sorpresa sacudió completamente mi cuerpo, cayendo mi abrigo sobre el agua. Estallé, llorando como una bestia. Mis lágrimas actuaban como una bruma, regalándome la visión del vacío más desolador.

Frustrada por una vida que ya carecía de sentido. Aquel individuo era la gota que colmó el vaso. No tenia suficiente con humillarme pagándome a saber cuántas comidas, sino que, además, arruinó mi momento.

Todo me pareció desolador, sólo quería desaparecer, ser aire para escapar y no regresar jamás. Toqué fondo….

Aquel individuo ni se inmutó al verme en ese estado, simplemente, cogió mi abrigo del agua, lo metió en una bolsa de deporte. Quitándose su chaqueta de cuero, la puso suavemente sobre mis hombros y cogiéndome en sus brazos, me llevó hacia una cafetería. Yo, con un llanto enfurecido, iba golpeándole en su pecho. Aquel hombre no perdió la calma en ningún momento, ¿cómo era posible?

Tenía convulsiones y la respiración agitada de tanto llorar. Un golpe de aire me devolvió cierta conciencia del momento y de lo que estaba pasando. Poco a poco la respiración fue llegando a ritmo normal.

Ya en la cafetería, con mucha delicadeza, me sentó en una silla, secó mis pies poniéndome los calcetines y mis zapatillas deportivas. Acercó su mano, llevándose mis lágrimas que todavía resbalaban por mis mejillas. Para nada se inmutó. -¿Mejor?- me preguntó, asentí con mi cabeza añadiendo –eres un hijo de puta-. En ese momento, un huracán de ideas, preguntas y pensamientos bullían en mi mente. Me sentía, humillada, desnuda y, sobretodo, sin dignidad. Había perdido los nervios, eso me cabreaba pero, la peor parte se la llevó mi orgullo, dolido y resquebrajado.

Él sonriendo, me preguntó -¿café?- le respondí de manera áspera – sí, pero dime ¿cuántas comidas dejaste pagadas en el restaurante?-. Soltando media carcajada me respondió amablemente – vaya, eso tendrás que comprobarlo por tí misma- yo sarcásticamente respondí – verás, tengo un buen empleo, puedo costearme tranquilamente esas comidas, así que la cuestión es ¿por qué?- Él seguía con la sonrisa dibujada en su rostro.

No sabía qué pensar, lo mismo era un lunático, una persona trastornada. Decidí no abrir la boca para nada. Mi cordura pendía de un hilo, no estando dispuesta a perder los estribos otra vez, yo no dudaba que le divertía humillarme.

Cuando todo se me antojaba fuera de control, tenía que ir al baño. Mis pensamientos mentían. Conocía de sobras los motivos, era más de lo mismo, me cogían ganas de orinar siempre que no controlaba la situación y ese era uno de aquellos momentos.

No me excusé, simplemente me levanté dirigiéndome al baño. Hice un esfuerzo sobre humano por andar sin perder el equilibrio. Mi mente bullía en un ejercicio tal, que por más que yo quisiera no sabia qué hacer. Desde luego para salir corriendo ya era tarde. Tiré de la cadena, estaba dispuesta a lanzarme a la jauría quizás algo más entera.

Allí estaba ese cabrón, no se había inmutado para nada. Mi cuerpo se tambaleaba, una vez sentada no podía evitar mirarle fijamente a los ojos pardos. Su rostro era cálido, lleno de paz y sensualidad. Estaba a su merced. Sentía una gran repulsión hacia mí misma.

Nos íbamos estudiando con la mirada. Sus maneras eran correctas y, a juzgar su vestuario, parecía bien situado económicamente. Eso me importaba un pimiento, ya que mucha gente se compra ropa y complementos caros, para luego no tener donde caerse muerta.

Entre los dos sólo silencio. Mi cordura por momentos se venia abajo. Mi fortaleza interna rota.

-Pareces triste- comentó como quien no dice gran cosa. No podía salir de mi asombro, ¿quién coño se creía? Su sonrisa continuaba intacta – tu silencio te delata- añadió.

Mi malestar iba en aumento, no estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer, yo con mi silencio intacto.

-¿incómoda?- preguntó. Ahogada, seguí en silencio. – Deberías despertar y disfrutar de la vida- dijo despreocupadamente.

Esas palabras fueron la chispa- ¡No sé quien como te crees!- grité – ¡No tengo porqué explicarte nada, ni tienes derecho a juzgar a nadie ni hacer de papaito que todo lo sabe!- dije furiosa – te diviertes ¿verdad?-añadí cínicamente.

Encendí un cigarrillo que fumé con tan sólo cuatro caladas.

-Me llamo Lázaro y lamento tu estado, y sobretodo que no te ames a ti misma- trastocado, pagó los cafés. Dirigiéndose hacia mí me besó en los labios.
Quise abrazarle, pero, rápidamente marchó a paso ligero sin mirar atrás. Yo inmóvil.

¿Tan desesperada estaba?. Sucumbir a un beso de un desconocido. Lloré como una bestia otra vez, cabreada conmigo misma. Sólo faltaba que el perro de mi vecina me diera un morreo. Eso ya era lo último que podía pasar. Una abrumadora soledad me embargó.

No tenía fuerzas. En un estado de inconsciencia pude llegar a casa, me dolía todo, huesos, músculos. Tiré la chaqueta nada más entrar por la puerta. Después, me zambullí entre las sábanas, al abrir los ojos, joder, eran las seis y media de la mañana. Había dormido más de doce horas, tampoco me extrañó mucho, teniendo en cuenta en el estado tan lamentable en el que había llegado a casa.

Era un milagro haber descansado un poco. Deprimida, di un brinco para repararme un buen café. Desde el balcón de casa vi cómo despertaba Barcelona, los colores púrpuras eran impresionantes, la luz ejercía una magia poderosa y la jungla de antenas de las azoteas, todo un presagio. Al fondo, las nubes desdibujaban el cielo, su aspecto rojizo me abrazaba. El nacimiento de un nuevo día, o una nueva condena.

BERTA

Las bocanadas de humo me inducían al más puro estado de aislamiento. Vivía en un mundo en donde por más que yo quisiera, no me permitía formar parte de él. No cesaba de luchar para encontrar mi lugar. No comprendía ¿por qué ya no formaba parte de nada?

En cuanto las mesas se infestaban de gente huía, naufragando por las calles. Ansiaba sentir la soledad y el aire fresco, andando hacia ninguna parte.

Mis pensamientos se disfrazaban de realidad. Mi trabajo no era nada del otro mundo, pero me permitía vivir independientemente, ¿qué más podía pedir?.

Odiaba fumar. Todos los inviernos no me salvaba de una buena bronquitis. Sin embargo, yo seguía haciéndolo. Así, mi cuerpo reflejaba mi alma, en una simbiosis, en una enfermedad perfecta. No sé qué era reflejo de qué pero, no importaba. Infelicidad era a enfermedad y ésta era mi forma de vida. Toda una religión.

No podía evitar sentir un profundo desarraigo en mi vida. Alimentando a diario un insoportable dolor, por la ausencia de mis sueños de infancia y adolescencia. Por entonces creía, en un acto de fe ciega, que tales tesoros, me guiarían en el camino hacia la felicidad. Sin lugar a dudas, creí poder hacer realidad todo mi paraíso onírico.

El tiempo, una de las grandes invenciones humanas, se ocupó en tatuar dolor, rabia, impotencia y, con ello, el desengaño. Me encontraba trabajando doce horas diarias, con un jefe carne de psicoanalista, fumando como un carretero y carente de autoestima. Trataba de, al menos, controlar mi vida. Francamente, yo no me sentía culpable de todo aquello, una cascada de mala suerte.

Las circunstancias me zarandeaban, se reían de mí sin vergüenza alguna. En mis sueños, sus carcajadas retumbaban. Al despertar, todavía escuchaba esas risas malignas, alimentando todo mezquino pensamiento hacia mí misma y mi vida. Cada día vivía más consciente de cuán infeliz era.

Lograr mis metas era un trabajo, tan duro y sacrificado que, al cruzar la barrera de los treinta años, desistí. Eso sí, yo amargada ¡nunca!, era mi estado natural.

El motor de mi vida: mejorar profesionalmente. De este modo, era fácil aceptar mi desengaño. Viviendo con la certeza de carencia absoluta de sentimientos y sin nada con que alimentar mi espíritu.

No era difícil mantener todos esos pensamientos oscuros en mi mente. Siempre me dejaba llevar por ese tipo de reflexiones que cuidadosamente las ordenaba, dando forma a mi propio dogma.

Con ese magnífico archivo cerebral no sería necesaria la fe, mi vida era una prueba irrefutable. La felicidad no estaba hecha para mí.

Mis conclusiones al terminar la caminata se resumían en una sola frase: culto a mi misma y a mi ego. Ya no podía continuar tratándome de esta manera y, sin dudar, añadí la frase en cuestión a mis mandamientos. Comprar ropa, peluquería, masajes, en definitiva restaurar mi cuerpo de la cabeza a los pies. Sólo tenia que solucionar el problema del dinero, no quería pensar en ello.

Miré la hora. Era tardísimo, joder el tiempo pasa volando.

Decidí regresar en taxi. Durante el trayecto sólo pensaba en el tiempo. Una rentable invención humana, el modo más denigrante de subyugarnos al control. La negación total a nuestra propia libertad, con horarios, prisas y compromisos absurdos que cumplir. Al acostarnos, cada noche nos invade una sensación de vacío, por llevar una vida que no nos corresponde a lo que en realidad somos y sentimos.

Huimos de todo ello obligándonos a lograr y a ganar. Nos consolamos en actos de demostración para que la sociedad sepa lo dignos que somos de ella y, de este modo, justificamos nuestros actos. Al final nos ahogamos en nuestra señora tristeza por no haber cambiado el rumbo de nuestra vida. Al día siguiente ante el espejo, nos damos lástima. Cada día la misma canción.

Yo me dejaba abrumar por todos aquellos pensamientos. Mi vida se había transformado en un vestido de talla 42. Cuando uno se adelgaza va a arreglárselo para que no vaya holgado, si engordas no entra. Lo primero que hace uno es mirarse en un espejo, decirse a sí mismo lo mucho que ha engordado, para luego, obsesionarse con ello, ponerse bajo una descomunal dieta y llevar ese maravilloso vestido. Después de todo, pasa de moda y va directo a la basura.

El tiempo transcurría, encontrándome a los treinta como un objeto entrado en carnes, en un mundo de talla 42, pasándose de moda. ¿Por qué iba a disimular todo aquello?. En realidad todos tenemos un vestido de talla 42 sabiéndolo justificar concienzudamente. Es un modo de aligerar la carga que eso supone.

Así pasan los años, transformándonos, sin más, en una crónica hacia la madurez y hacia la vejez. El indicador perfecto. A los 30 años eres historia, a los 60 ya eres prehistoria y para acabar, morimos formando parte de las estadísticas. ¿Dónde están los sueños?. Al poco tiempo nos desmemoriamos, dedicándoles el olvido, unas veces por completo y en otras no recordamos su esencia, su espíritu termina siendo una mera anécdota.

Al llegar a casa refunfuñaba, no podía escabullirme de la comida. Lo más fastidioso no era en sí la reunión familiar sino volver al barrio. Me ponía de muy mal humor la posibilidad de encontrarme con alguna vecina cotilla o con alguna otra hablando de los logros de sus hijos.

Contaban cuentos maravillosos. Te explicaban, con pelos y señales, los muchos sacrificios que habían realizado sus hijos para terminar sus estudios universitarios. Te describían los éxitos obtenidos a todos los niveles, gracias al sacrificio, añadiendo -después de todo, ha merecido la pena-. Entonces yo no podía evitar pensar ¡qué cinismo!. Unas vidas perfectas en todos los aspectos ¡qué engaño!. Vivían siendo testigos de la total ausencia de afecto que sus hijos les regalaban. Allá ellos con sus logros.

Solo quería tratar de centrarme y relajarme. Una buena ducha de agua fría me ayudaría. Luego bucearía en mi armario, como un experto submarinista esperando encontrar algún tesoro que ponerme, así podría disimular mi mediocridad. Al mirarme ante el espejo, mi semblante sombrío delataba que daba igual hiciera lo que hiciera, aunque la mona se vista de seda mona se queda, era tarde y no estaba dispuesta a enumerar mi larga lista de defectos.

Durante el trayecto dirección a casa de mis padres, fui tomando conciencia, me negaba a sucumbir ante las provocaciones de mi padre. Era capaz de ver la total imperfección de mis actos, cuestionando mis decisiones. No soportaba la idea de terminar herida en mi orgullo, como siempre.

Me alegré de llegar pasadas las tres del mediodía. A esas horas no había enemigos a la vista, así que al cruzar el portal esbocé una sonrisa cínica. Mi victoria del día. ¡Qué alivio! llegar sin saber de glorias filiales ni de culebrones de barrio.

Nada más aterrizar en casa de mis padres me puse manos a la obra, ayudando a mi madre en los quehaceres. Era una persona que profesaba un gran amor y preocupación por todos nosotros. Esto último no lo comprendía, su amor era todo un regalo, dar sin esperar nada a cambio, sólo por el simple hecho de dar, esto, a mí personalmente, me hería y me irritaba.

Qué ingenua, cómo se aprovechaban de ello. Trabajaba fuera de casa, en casa y sacaba tiempo suficiente para ayudar a los demás. Me ponía enferma, se lo decía cientos de veces, no debía obrar de aquella manera, eso no servía de nada, ella como siempre en sus trece y al final discusión. Tenía que pensar más en sí misma, siempre andaba agotada. Nunca comprendía mi preocupación por ella. Por este motivo nuestras conversaciones eran meras banalidades sobre si el cordero es mejor cocinarlo de esta manera o de aquella otra. Mi madre, en cuanto pudiera, me diría –Berta, tienes que cuidarte, no haces buena cara. ¿descansas bien?- y yo a callar.

Con mi padre, en cambio, el ser tan parecidos nos enfrentaba. Por esta razón discutíamos mucho, hasta el extremo de realizar verdaderos ‘tour de force’. Una vez empezada no sabíamos parar, así que sin palabras, los dos decidimos ahorrarnos discordias punzantes. Mi madre saboreaba todo aquello como una bendición.

Las comidas familiares estaban repletas de emociones contenidas. Me asfixiaba. La comunicación se traducía en una densa atmósfera, casi irritante. Dependiendo del día la densidad era tal que, parecía una bomba de relojería a punto de estallarnos en las manos. Una forma como cualquier otra de llevarlo. Me dispuse a resistir estoicamente, comiendo hasta que la falda estuvo a punto de reventar.

Al llegar a mi casa, no podía evitar sentir la soledad de mi hogar y la mía propia. Sino fuera porque ya me había acostumbrado, hubiera perdido el juicio. La soledad me estrangulaba. Percibiendo la vida como instrumento de mi transformación en desperdicio humano.

Me acomodé en el sofá, era el paraíso, de tanto acostarme ya tenía mi figura tatuada en el asiento. No sé cuántas horas pasé aburriéndome jugueteando con el mando a distancia del televisor, al final opté por acostarme.

Un estruendo atravesó mis tímpanos. Rompí el reloj. No había dormido bien y como de costumbre me acompañaba mi malhumor matutino, peor que unas cuantas resacas etílicas.

Durante el trayecto hacia el trabajo, cuarenta minutos dan para mucho, sobretodo para amargarme la existencia de buena mañana, pensaba en el sicótico de mi jefe. Debía resignarme a callar y a aguantar. Yo Berta, empleada sumisa ante un jefe rozando el cuadro psicópata. En aquella empresa donde todos íbamos a terminar siendo carne de sicoanalista, que repugnante, dan ganas de vomitar.

En los tiempos que corren y como funcionan las cosas, Freud estaría frotándose las manos y Kafka vería su metamorfosis hecha realidad, sólo teníamos que hacer de nuestros pensamientos una realidad. Yo al ser mujer y encima secretaria, sólo iba para amante o insecto.

Ya en el tramo final, trataba de tranquilizarme me decía- ánimo Berta que sólo son 12 horas de nada-. Vaya con la flexibilidad horaria, entras a tu hora y no sabes cuando vas a salir. No sabía cuándo terminaría aquel calvario, pero iba a intentarlo.

Al llegar, como siempre, me saludaron con caras largas acompañadas de un graznido, parecido a –Buenos días-. Eso me jodía, al entrar miraban el reloj pero, al salir, simplemente, no había nadie para mirarlo. Eso sí, un buen saludo, hipocresía por delante y que no falte.

A las dos y media fui a comer, estaba hasta las narices, de todo y de todos. Me olía que en la empresa se estaba cociendo algo. Últimamente las relaciones entre los socios no tenían buena salud.

Pensé, si me despiden me quedará el subsidio de paro, más los ahorrillos podría arreglármelas durante unos meses, tenía que estar tranquila, todo estaba bajo control.

En mi cabeza retumbaba una vocecilla, diciéndome, piensa mal y acertarás. Mi intención no era, ni mucho menos, tener un ataque de terror y dejar que mi mente naufragara en un océano de dudas. El futuro ya llegará.

Mis tripas gritaban y se revolvían, recordándome la comida y el punzante dolor de cabeza me recordaba lo desgraciada que era.

Me senté en el restaurante de siempre. Pedí un plato combinado hipercalórico, huevos fritos, patatas fritas, beicon y cuatro hojas de lechuga. Miré el reloj era más tarde de lo habitual, siempre solía sentarse un tipo bastante peculiar en la mesa de al lado, aquel día no estaba. Me sorprendió sentir la atmósfera de ese lugar distinta, fuera de lo normal. Viniendo de mí, esa sensación no hacía más que aumentar mi inquietud. Yo a lo mío, me decía, mi suculenta bazofia esperaba a ser devorada.