Diez de marzo de 2016

Hoy el sol relucía con orgullo, vaticinando un día de esos engañosamente tranquilo.

Había quedado a las 10 de la mañana con Adama, mi nueva pareja de normalización lingüística, iniciativa que se da en un pueblo cercano y en la que hace más de seis años que participo.

Tan pronto giré la esquina para llegar a la plaza de la iglesia, ahí estaba él. Nos saludamos estrechándonos las manos.

Nos metimos en una cafetería para poder hacer la primera sesión, de las diez que nos asigna esta iniciativa.

El café nunca había sido tan duro, áspero y punzante. Con cada sorbo mi nudo en la garganta iba en aumento.

Antes de escribir, me he puesto a pelar patatas, como huyendo de todo lo que iba invadiendo mi estado de ánimo. Las he troceado por inercia, el horno se estaba calentando y en mi mente los gestos, las manos, las palabras de Mario.

Había cierta tensión, entiendo que Adama ha vivido muchos prejuicios raciales. La conversación fue derribando todas las fronteras que teníamos. Su orgullo y humildad me despedazaron, su aceptación y lucha fueron puñetazos a mi conciencia.

Adama es de un pequeño pueblo de Mali, por suerte muy alejado del conflicto armado. Me explicó que al no poder dar  educación a todos los niños, lo que hacen las familias es dividir, la mitad de los hijos, los mayores, estudian poco y van a trabajar a muy temprana edad, mientras que los hijos pequeños estudian hasta edad mucho más avanzada.

Él  es el cuarto hijo, el primer hijo varón, su destino  estuvo ligado al trabajo en el campo desde los ocho años, a pesar de no haber podido estudiar, habla las ocho lenguas locales, francés, español y catalán.  Le gusta aprender y se nota, ponía atención en todo lo él decía y en cómo lo decía yo, iba perfeccionando su dicción y la comprensión de muchas frases hechas.

¿De qué me sorprendo? Yo con tanto y en realidad con poco.

El café seguía clavando navajazos en mi garganta. Yo miraba a la calle, rezumaba frivolidad con los grupos de turistas admirando una casa modernista  y también miraba fijamente a Adama. Lejos de sentirse amedrentado por  mi mirada, se generó cierta complicidad, él sabe que no quiero salvar a nadie y él no quiere que nadie lo salve, sencillamente ambos disfrutamos compartiendo humanidad, un bien realmente escaso.

Los transeúntes nos asestaban  miradas ponzoñosas, uno de los camareros se olvidó de nosotros, Adama revindicó un agua y un té para él.  Los prejuicios son tan enervantes  como el perfume fétido de la cicuta.

Observaba sus manos  cuarteadas, grandes, proporcionadas, con decepciones, tristezas, manos con historias mudas a cuestas, pero que la piel delataba en un lenguaje hecho con los cascotes de la vida.

Pagó todas las bebidas, yo me sentí mal,  él, en cambio, se sentía feliz por aprender tanto.  La tristeza me iba llenando a bocanadas. Le pegué dos tragos al agua  como buscando consuelo.

He puesto las patatas en el horno, en un rato cocinaré las salchichas.

La botella de agua está aún en mi bolso.

A la hora de marcharnos, Adama quiso acompañarme a buscar mi coche, no paraba de repetir lo feliz que se sentía. Su felicidad ha sido y es un analgésico.

La vida no para de dar esos golpes a mi conciencia, ese sentido único que nos aúna como humanos  y nos  invade como la pólvora, explotando con un detonador a destiempo.

Huele a patatas al horno.


En la mesa, Solaris de Stanislaw Lem y  suena Disassociative de Marilyn Manson.

Mª Carmen Martínez
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